Canto - II

  Cerró los ojos.
  Llovía. La lluvia empapaba los campos, corría y se acumulaba en los arcenes, salpicaba cada rincón. El frío húmedo le calaba pero le reconfortaba. El repiqueteo le relajaba, como las voces lejanas, diálogos fundidos en un gris tapiz. Veía a su alrededor incontables coches agolpándose rumbo al horizonte, la plomiza cúpula del cielo que tronaba y susurraba, la marea de atareados anónimos que trataban de eludir el temporal.
  Respiraba con dificultad; le escocía la garganta, le dolían los costados. Llevaba un largo abrigo oscuro, olor a humedad, café y frío. Tocó allá donde aún podía notar caliente la mancha de café, ya indistinguible de la lluvia. Observó un instante, curioso, cómo se mezclaban en su mano las gotitas de la bebida, de la sangre y del agua. Observó los carteles, los flujos de personas, las colinas, los edificios, la difusa silueta del océano y de la montaña.
  Un dolor agudo y absoluto le atravesó la cabeza de lado a lado, luego en una ola líquida que le nubló la vista y le elevó la náusea a la boca. Supo que casi se le escapaba una vez más la conciencia. Casi se le escapaba, como se le escapaban las gotas de agua del borde del abrigo, el calor de su cuerpo, el roce de sus dedos de sus dedos, el brillo de su pelo de sus ojos, el sabor de sus labios de los suyos propios.
  El dolor cedió y regresó uno nuevo, más profundo, más negro. Pero se reconfortó en el dulce amargor de los recuerdos que casi acababa de perder. Tomó un largo suspiro, allí rígido a merced del viento, puños cerrados y vista clavada en la agitada superficie del lejano mar.
  Quizá estuviera perdiendo el control de todo, de nuevo. Quizá estuviera cayendo en picado por las mismas rutas que otras piedras, sentía, ya habían seguido. Prefirió no pensarlo. Cabeceó un momento y echó a andar, adelante, siempre adelante.
  Abrió los ojos.

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