Canto - III

  No era así como lo quería. Ya sabía que a ella que no le importaba ninguna opción porque era demasiado pragmática como para preocuparse por esos detalles. Pero él siempre había sido un poco más romántico. Sabía que ella tenía razón, no tenía la menor importancia si a uno lo cremaban, lo enterraban bajo una lápida o bajo una pirámide. Nada de eso debería afectar la opinión de los que les conocieran en vida, aunque sí tenían una vaga idea de que había un concepto de dignidad con los restos mortales, de algún respeto que les hiciera dignos de un destino mejor que décadas de olvido en una cuneta o junto un paredón.
  Aun así, no era así como lo quería. Había venido fantaseando cada vez más con un concepto concreto, el de una bóveda estrellada de piedra. Una cámara sumida en penumbra, con el único y tenue brillo de incontables estrellas acompañando el silencio y el polvo. No podía transmitir con palabras la extraña sensación de regocijo que le producía contemplar mentalmente dicho sepulcro. Bajo sus ojos, las pequeñas estrellas de metal vibraban con la misma energía que las pinturas de perdidas tumbas egipcias o la húmeda sombra de cuevas olvidadas por la humanidad, osarios sellados y hogar de supersticiones. Soñaba con la calma inherente a lugares no perturbados por un solo paso en milenios.
  Pero no tenía ahora nada parecido a aquello. Unos cuantos gatos retozaban despreocupados a la sombra de un sauce. Las urracas se peleaban y bailoteaban entre ciprés y ciprés. Los cubos de basura verde oscuro salpicaban el lugar. Algunos ancianos venían a reponer las flores de algún nicho añejo, pero la mayoría de los ramilletes yacían ajados, secos, marchitos como las fotos, como las letras de bronce, como las lápidas de cemento. Ya no notaba el romanticismo ni las intensas pero calmas sensaciones que añoraba de otros cementerios más respetables, más antiguos, o quizá de cuando los visitaba por otras razones. Ahora solo sentía un desasosiego cruel, una masa cálida en el estómago, escozor ante los ojos que contemplaban la fría piedra.
  Ya se empezaba a decolorar el bronce, ya no lustraba tanto la pulida piedra y alguien había cambiado las últimas flores por un ramillete de plástico que ya lucía aún más falso por el polvo acumulado. Pensó en arrojar al suelo ese insulto, pisarlo, quemarlo, pero antes se la imaginó con nitidez, su sarcasmo, su acidez. Se limitó a desempolvarlo un poco y sin más se giró, dio un paso tras otro y se alejó rápido de aquel lugar.

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