A las puertas de la Ciudad del Sol (a)

Se nos acumula esta extraña tensión en la yema de los dedos. Con ellos podemos acariciar la pesada cortina de acordes de metal que extiende nuestro sueño hacia el amanecer. Un amanecer que no termina de desplegar sus alas de escamas irisadas que abrazarán el mundo. Tampoco la noche termina de ceder; sus tentáculos son legión, sierpes de negrura se retuercen alrededor de nuestros pies, de nuestras pertenencias y pensamientos, formando siluetas de claroscuro y texturas de ácido y plomo.

Pero si escuchas con atención puedes sentir el latido. Lento pulsa el sol que quema los páramos del mundo, sus largos brazos comienzan ahora a arrancar nueva vida a la tela de las tiendas, nuevo significado a las sombras de nuestros cuerpos sobre la arena, un extraño crepitar al mármol, caliza y granito que nos rodea.

Nos giramos para contemplar cómo a la vez que nuestra sombra se vuelve más nítida y negra, la oscura faz de la tierra se vuelve un complejo conjunto de reflejos radiantes.

Las montañas revelan ahora su cara de mármol, quemados tintes, grabados, relieves, dinteles, arbotantes, pórticos. Los árboles no eran tal sino pilonos, columnas y monolitos. La maleza, densos parches de cerámicas, terracotas y vidrios que se acumulan en los rincones.

La última brisa de frío nocturno nos arrebata un escalofrío que compite con los destellos de la ciudad. El suelo de caliza juega con las sombras de la cerámica glaseada. Sobre él, miradas ancestrales nos cazan entre el bosque de columnatas. Sobre él, un entramado de dinteles, arcos, extraños rincones ilustrados, retorcidos recovecos cargados de historias y secretos. Sobre él, un ejército informe de cornisas, frisos, cúpulas, espiras. Allá donde el Sol acaricia la fría piedra aparece la cegadora caliza pulida en los muros, el mármol y alabastro en las columnas, el electro en las cúspides, el lapislázuli, latón y olvidadas tinturas en dinteles y capiteles.

Apenas nos hemos dado cuenta, pero ya hemos echado a andar, al son de los latidos de este sol rugiente avanzamos dejando atrás la arena, la áspera arenisca, las tiendas, el ruido, los animales, los olores, la vida. Avanzamos hacia la muerte, hacia la desolación, terenna deremós, daunaskaitshol, hacia la ruina del mundo. Y sin embargo nunca hemos visto tanta vida jamás. Estos muros hablan de vida eterna con cada glifo, con cada inscripción, con cada brillo y sombra que el día le rescata. Si no salimos de esta ciudad eterna quizá nosotros nos volvamos eternos, también. Que nuestros huesos blanqueados por la luz arranquen nuevo brillo a las sombras que aguardan pacientes en estos salones fríos, en estos patios, en estas cámaras sepulcrales.

Contempla la Ciudad del Sol, Ætonair Tharak, contempla sus muros, sus ladrillos, sus altares a dioses olvidados, efigies sobrias de reyes desconocidos, la podredumbre de su oscuridad y el augusto decaer de su radiante mediodía.

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