- Sin Nombre - I (?)

  P.

  La luz se derramaba sobre las aceras, bañaba los ajados lomos y rostros de los estoicos edificios y parecía escurrirse sobre el brillante asfalto. Como toneladas de oro líquido caía hasta cubrir la más pequeña grieta y el más sombrío rincón. Junto a aquella ola dorada venía también una brisa reconfortante, del aire más puro que uno podía soñar con inhalar profundamente en una ciudad tan contaminada como aquella, como cualquier otra. Bajo aquel torrente uno sentía primero una insoportable sensación de vulnerabilidad, como una presión que tirara de todos sus órganos y lo alzasen hacia el infinitamente claro cielo de la mañana. Después le conmovía la calidez del tacto de aquella luz tan pura y esperada.
  Era el primer día del año. Había habido ya muchos días desde el principio del año, pero aquel era el verdadero primer día, la primera vez que el sol abrazaba por completo las fachadas de las casas y los adoquines de las aceras, la primera vez que todos los objetos del mundo cobraban de repente un color y una intensidad que la humedad, el frío y la oscuridad habían intentado arrebatarles.
  No era necesario decirlo. Ningún hombre trajeado había anunciado estos hechos en el parte de la mañana, no hizo falta que se susurrase en los rincones de algún patio de vecinas. Simplemente, los habitantes de la urbe sabían que aquel día era el primer buen día, así que cuando uno más de entre tantos miles salía al exterior descubría que de pronto la ciudad entera había cobrado vida. Floristerías a pleno rendimiento donde antes se podría jurar que sólo se vendían raquíticas rosas rojas o rechonchas y oscuras flores de pascua. Cada retorcida y sucia calleja aparecía ahora como bañada en plata y oro bruñidos, tintadas del aroma a café y pan recién hecho, cargadas de la suavidad del continuo murmullo y estrépito humano.

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