Obliterandum y las cosas

Suponer una piedra muy, muy caliente, recién sacada del crisol de un buen horno.
Cogerla entre las manos. Y evidentemente, si es obligado no arrojarla al suelo, se cambiará de una mano a otra, rápidamente, hasta que el tiempo deje de ser tiempo.
Pero, claro, el truco del experimento está en suponer precisamente eso, que la piedra no se enfriará jamás, o que, al menos, tardará demasiado en hacerlo, en el caso de que se pase de una mano a otra de la forma más patética.
Hay, pues, varias posibilidades. Para empezar, se agarraría la piedra con una mano, con firmeza, sí, con literaria y rimbombante determinación también. Entonces puede suceder que se aguante hasta que la piedra se enfríe lo suficiente como para no ser una molestia. O que la mano se acostumbre a su calor hasta el mismo punto. O hasta que la piedra se parta en mil pedazos o la mano se carbonice. En caso de fracaso, se podría pasar la piedra a la otra mano y esperar de nuevo. En caso de renovado fracaso, se podría pasar la piedra a los restos de la mano original de nuevo, no importa, mientras se pueda.
Pero siempre es el mismo principio. Se ha de sujetar la piedra. Y esperar. Pese al dolor. Y dolerá, desde luego que sí, pero es la única forma conocida en este pequeño universo experimental. Eso sí, se hará literariamente, como en una novela. A riesgo de ahogarse entre tanto adjetivo y adverbio y enfriar la piedra antes de lo previsto...

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