Canto - VI

  Olía a jazmín.
  El piso era muy acogedor, supuso, aunque no sabía decir si lo que para él era acogedor lo era para los demás. La mirada se le iba entre artefactos y cachivaches, entre maquetas y dispositivos, entre discos de música y libros. Le enseñó las maquetas de modelos tridimensionales de objetos matemáticos de cuatro dimensiones. Bocetos de proyecciones geométricas, animaciones digitales de transformaciones matemáticas. La colección de pequeños juguetes de electromagnetismo, ingeniosos mecanismos que parecían violar las más elementales leyes físicas. No pudo ni enseñarle los libros, porque inundaban el lugar. A ambos lados de la chimenea, en seis estantes a todo lo largo del muro del fondo del estudio abuhardillado, en desordenados montones apilados por los escalones que bajaban a la planta baja. Se maravilló con la sola ilusión de perderse durante días, o quizá años, en esas estancias, con abundante café y pocas horas de sueño.
  En la conversación aquel hombre parecía un gran mentor, una gran máquina de pensamiento puro, un motor de ocurrencias y análisis. Escucharon varios discos, hablaron de ciertos libros, intercambiaron ocurrencias sobre geometría, formación de cristales y la topografía del mismo universo.
  Sin embargo, al irse, reparó en que no había encontrado en ningún rincón una sola flor de jazmín. Quizá se hubiera imaginado el olor. Quizá era falso. Quizá era todo una ilusión.

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