ALDS - El Águila (Parte 1ª)

  Era conocido por su destreza en el manejo de las armas. También lo era por la sutileza de sus palabras y la firmeza de sus actos. Era un joven justo, que honraba los juramentos, respetaba a los dioses y hacía cumplir las leyes. Sobre todas las cosas que le definían, era difícil encontrar a un hombre de su época en que la unión entre sus palabras y sus acciones fuese tan férrea y honorable. Nació en una cuna de oro, se crió en otra de esparto, creció entre artesanos y comerciantes y finalmente ascendió a la gloria que su destino había intentado arrebatarle.
  Y allí estaba, al fin, contemplando desde las alturas de una posición que le había costado sangre, sudor y lágrimas conseguir, tras largos años de aprendizaje, batallas y dura educación de la que se aprende por igual del anciano erudito y del sucio escudero. Pero la sombra de algún oscuro designio que las estrellas no quisieron revelarle le persiguió hasta el mismísimo trono desde el que cumplía su papel de soberano de las regiones montañosas allende el Río Negro. Rodeado como estaba por sus más leales guardaespaldas, aguerridos soldados curtidos en cien asedios convertidos ahora en centinelas de centelleantes armaduras de plata; muros de mármol, terciopelo rojo e incrustaciones de oro. Y su esposa, la mujer más devastadoramente bella que aquellas milenarias rocas habían conocido nunca. Pocas mentes tan brillantes como la suya han tenido el honor de manejar cuerpos tan bellas formas. Pero ni los centinelas, ni el consejo, ni su amada ni él mismo llegaron a sospechar la magnitud de la maldición que se venía aproximando desde hacía tiempo.
  La noticia del fugaz ascenso del caballero, unida a las más épicas narraciones imaginables acerca de aquel al que llamaban El Unificador, El Águila o El Monje Conquistador, provocaron primero cierto desasosiego entre los caudillos de las naciones adyacentes. Luego, una oleada de pánico. Era mucho más que un rumor la suposición de que el joven había decidido tomarse unos años de descanso para consolidar su gobierno mientras se entrenaba y armaba un vasto ejército de no menos de diez mil hombres con misteriosos propósitos. Cuando, con el rápido pasar de los años, El Águila no había dado aún ninguna orden en sentido conquistador alguno, la impaciencia de sus numerosos enemigos era ya insostenible. Pequeñas marchas de inspección, diversas tretas de espionaje y cientos de pesos de oro se invirtieron en evaluar el peligro de una invasión. Fueran cuales fuesen las intenciones del gobernante, los informes más conservadores apuntaban directamente a que su fuerza de combate estaba ya formada por cincuenta mil soldados profesionales armados con lanzas y arcos de calidad, espadas de hierro forjado y protegidos por corazas de cuero y bronce.
  Llevados ya por el miedo o por una creciente e innegable envidia, la conspiración tomó forma antes de conocer los objetivos de tan magna operación.
  Un día llego, según se dice, un cuervo hasta la ventana de la señora. Podemos conocer el negro mensaje que le transmitió, a la luz de lo que aconteció a los pocos días. La mujer desapareció, se desvaneció, como si jamás hubiese pisado el frío suelo del castillo, como si jamás hubiese tenido relación alguna con ninguno de sus habitantes. La consternación del señor fue tan grande que mandó a sus generales que dispusiesen a los ejércitos para recibir órdenes con rapidez. Tomó su caballo y marchó a la profundidad de las montañas con un reducido séquito de caballeros. La búsqueda se extendió en todo el reino, en su nombre, hasta que la noticia de su encuentro llegó con demasiado retraso a las cumbres nevadas en las que El Águila intentaba negociar con las tribus de salvajes por cualquier ápice de información. Regresó tan rápidamente como el mismo viento que aúlla en los días más fríos del crudo invierno montañés.
  Allí mismo, en el corazón del castillo, sentada en el suelo junto al trono, la encontró sumida en un llanto pesaroso. A cada palabra suya, ella le respondía con unas lágrimas más amargas y negras. Él calló y la abrazó, esperando que la aliviase de alguna manera. Ante la crudeza de que ella únicamente lloraba más y más a cada momento, absolutamente desesperado, la tomó en brazos y besó sus labios con la mayor dulzura de la que era capaz de imprimir en un solo gesto. Duró tanto aquel último beso, cuentan los mitos, que el mismo Sol se puso tras ellos, anegando la cámara de sombras siniestras. Ningún mayordomo acudió a encender las lámparas, ningún guardia entró para contemplar la escena, porque mientras duró el beso la práctica totalidad de los habitantes del castillo fueron asesinados por traidores que penetraron por ocultas entradas al interior de la tierra. Los pocos que consiguieron huir han podido contar esta historia y transmitirla hasta estos días. Sabemos, también, que allí, aferrados el uno al otro, murieron los dos, en el más cálido abrazo y el más frío beso. El Beso de Apophis, lo llaman. Es el más cruel veneno que haya llegado nunca a las manos de los hombres desde otras manos impías e innombrables. Heló el corazón del poderoso señor, le arrancó la fuerza a sus miembros y robó la luz de sus ojos. Fue condenado, así, a una no-vida que duraría tanto como durasen las esferas del mundo.
  Muchos años después de que los reinos salvajes expoliasen las maravillas del joven reino y de que acabasen las sangrientas batallas que se libraron alrededor del desorganizado y numeroso ejército sin señor, alguien reparó al fin en el abandonado castillo de mármol y piedra. Encontraron en él, confinada entre cuatro muros mugrientos, cubiertos por la sangre de sus allegados y fieles, a la pareja momificada, aferrados el uno al otro, siendo aún conscientes de cada roce, de cada sutil cambio del aire, de cada mota de polvo o de luz y de cada segundo de su larga y cruel existencia. Independientemente del bando al que perteneciese el grupo de hombres que se encontró con tal escena, actuaron conforme al honor que albergasen, llevando al señor a su trono, limpiándolo y cuidándolo desde entonces y durante décadas, sin cambiar una sola cosa más en todo el castillo, conservando así cada putrefacto cadáver en su lugar, cada roída pieza de armadura, cada apolillado tapiz. Qué negro destino para un conquistador, para un amante, para un hombre de acción y de artes, vivir enclaustrado en semejante pozo de decadencia, teniendo día y noche ante sus entreabiertos ojos a su amada tendida sobre la alfombra de tela podrida. Los hombres del lugar le coronaron, al fin, como no habían llegado a hacer mientras vivía en verdad. Lo hicieron con una corona forjada con el hierro de un meteoro. Le colgaron a los hombros un pesado manto de terciopelo rojo y colocaron en sus rodillas su más bella espada. Y es importante decir que no hicieron nada de esto desinteresadamente...
  Lo hicieron como tosca forma de agradecimiento. La lejana mañana en que cuatro hombres comunes lo sentaron de nuevo al trono, El Águila abrió los labios y comenzó a hablar. La voz sonaba en su garganta exactamente como suena el agitado aire de una cueva lo suficientemente grande y profunda. Arrastraba las palabras de una forma lenta pero incansable. Miles de palabras surgían de él, incomprensibles, inconexas. Pero eran apuntadas todas y cada una de ellas, hasta que con el paso de las semanas comenzaron a cobrar un sentido. Un sentido ciertamente abstracto, casi macabro. Sólo tras varios meses pudieron comprobar, casi de forma fortuita, que las largas frases que El Águila pronunciaba eran profecías. Siempre profecías sangrientas, crueles y desastrosas. Comenzaron a hacerle preguntas. Y respondía, acertadamente, de forma más o menos críptica pero con una precisión demoledora. Pronto llegaron allí los más altos dignatarios de poderosos señores en busca de consejo. Y los consejos que pronunciaba en nombre de oscuros astros hacían que las guerras estallasen, que las revueltas se sofocasen, imperios se alzasen y naciones se hundiesen, a su alrededor, durante casi mil años.

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