Aus der Welt - 0




  Y creo que lo mejor que puedo hacer ahora mismo es gritar, gritar alto y largo tiempo. Pero no lo hago. Deseo cerrar los ojos, alzar los brazos al cielo y con ellos un alarido que exprese algo que no consigo concretar. Pero no puedo hacerlo. Me cuesta respirar, al menos durante un par de inspiraciones, lentas, tan lentas y dolorosas, pero suspiro y con el frío de esta noche avanzando por mis vísceras, sintiendo sus cuchillos de mármol hiriendo mis pulmones, me relajo. Me viene a la mente un sinfín de adjetivos, ninguno significa ya nada para mí; una larga hilera de rostros se aparecen ante mí, no me dicen nada. Siento alrededor el peso de una infinidad de personas que jamás conoceré, de una tecnología que no comprenderé ni dominaré, lenguas que no entenderé, estrellas que no alcanzaré. Pero ya no me importa porque ya nada me importa.
  Ha desaparecido el alivio. Ha desaparecido y con él también el recuerdo del dolor. Había algo, sí, que me dolía, puedo afirmarlo, pero no confirmarlo. Pero sigo relajado, vacío como la más vacía de las carcasas. Veo a mi alrededor un centenar de personas andando, parando, bebiendo, corriendo, cargando enormes mochilas y pesados abrigos. Eso, al fin, me hace recobrar cierta paz. Una voz retumba por toda la cavernosa estancia, una voz que no es natural pero tampoco totalmente artificial que le recuerda a la mórbida masa de gente sus obligaciones y deseos; un autobús viene, un autobús se va, un autobús está próximo a marchar.
  Manos extendidas sobre una mesa fría, ligera, cubierta de migas de pan y sobres de azúcar vacíos. Y, sí, son mis manos y entre ellas hay un vaso lleno de algo de café solo ya frío. Me rodean más mesas de colores pastel, más personas apresuradas o aburridas que tratan siempre de cubrir el mayor número de mesas para no tener que coincidir y más vasos de café y más sobres vacíos y más avisos de esa misma voz omnipresente.
  El impulso me llega tarde, apenas medio segundo tarde, pero cuando la palma de mi mano alcanza mis labios, ya he proferido el más desgarrador aullido de desesperación que crea haber oído jamás. Pero no puedo asegurarlo, por supuesto, porque acabo de despertar de algo, en algún lugar, ocupando un cuerpo que reconozco y me es ajeno porque, en definitiva, comprendo que algo me ha arrancado la memoria y se la ha llevado muy lejos. Con la violencia del gesto, he arrastrado el café, que empapa toda mi chaqueta. Las pobres almas que inundan la cafetería suponen que he gritado al caérseme el vaso encima. Actúo como si así fuera y de la manera más torpe y veloz que me puedo permitir recojo todos los hatos y objetos que alguien ha apoyado en las sillas de mi mesa y huyo del lugar. En mi huida oigo varios papeles escaparse de mi control, los dejo atrás y continúo, continúo mi camino a cualquier otra parte.

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Así que ya sabes, alza tu alarido:

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