El Páramo -III-

Se veía ahora recorriendo unas calles conocidas de una ciudad desconocida. Inundado de un odio inconmensurable, golpeaba los nudillos contra los muros con delicadeza y esquivaba al gentío con gestos amables. El mismo odioso fuego negro ardía en su interior, consumiendo sus órganos y negándole todo su sentido a todas las estructuras mentales y sociales y morales que había estado alimentando. Lo hizo, lo hizo porque sentía que tenía que hacerlo. Lo hizo porque debía hacerlo y porque, en realidad, no podía no hacerlo. Y, por supuesto, no podía no odiarse por haberlo hecho. Un pequeño sacrificio al caos, a la locura, a la mórbida obsesión del dolor por ahogarse en su propio vómito. Lo hizo y miró directamente a la faz de la depravación. Al salir de aquel lugar, el páramo le sonrió y lo abrazó con brazos cálidos y enfermizos, portando en su sonrisa la sombra de la alegría. Ahora era libre. Se había liberado. El sufrimiento había caído por su propio etéreo peso, había colapsado y le había dejado solo frente a su miseria y las consecuencias de sus actos. "Bueno, el mundo es muy grande". Desde luego, padre, desde luego que sí. Seguiré buscando, he de seguir buscando. Sé que algún día la encontraré. Pero mientras tanto y hasta entonces, me queda sentarme a contemplar las luces y sombras del páramo. Es un sol blanquecino sobre una tierra gris y cansada, sí, pero, ¿está amaneciendo o está atardeciendo? No es un detalle importante, no es un misterio demasiado grande, es una incógnita, es solo otro pequeño misterio más añadido a los miles de pequeños misterios que entorpecen nuestro avance. No importa, tiene solución, aunque no esté a mi alcance hoy. Tal vez nunca lo esté, pero si algún día lo consigo comprender, intentaré utilizarlo como mejor pueda, no hay más consuelo en esto. Ahí sigue, esperando. Ahí sigue, contemplando. Y ahí seguimos, sufriendo.

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