Canto de Prometeo [Secunda] - XIII

    Sintió el dolor concentrándose en algún punto tras los ojos. No podía llorar. Hacía tiempo que no lloraba. Simplemente, se retorcía sobre la sábana como alcanzado por un proyectil invisible.Cuando se encontró en la frontera entre el sueño y el cansancio, se incorporó, giró la almohada y se sentó apoyando la espalda en la pared. Allí, en esa posición y a oscuros, siguió ofreciéndose víctima sacrificial a la nostalgia, al agudo dolor de los recuerdos sanguinolentos. No sabía muy bien por qué el recuerdo de aquella sesión de rol se le aparecía una y otra vez, como una clave, como el eco de una frase que no llegaba a entender del todo. No debía haber ido al cementerio, pensó y se repitió, con la misma fuerza con que se confirmó a sí mismo que había sido un error aún mayor no haber posado su mirada en aquella lápida.

    -¿De dónde viene ese nombre?
    -No recuerdo muy bien de dónde. Simplemente, me vino a la cabeza y me convenció cómo sonaba -contestó él.
    -¿Y tú? -le preguntó a ella- ¿No tienes nombre?
    -Emmm...
    -Nombre épico, quiero decir. Karmele la Matadora de Dragones o algo así.
    Ella rió la idea y pronunció la palabra a continuación, con total seguridad- Clío.
    -¿Como el coche?
    -No, es algo además del coche -intervino él.
    -Claro, es una musa. De la Historia.
    -Me gusta, entonces, me gusta.

    Clío. Nombre épico. El solo pensar en su verdadero nombre le invocó la imagen de un vacío tan vasto, tan inabarcable y brutal que se le congeló el alma. Se levantó de la cama y comenzó a dar vueltas por la habitación, primero. Hastiado de las siluetas de sus muebles y de sus posters, los mismos que asociaba irremediablemente a ella, salió al pasillo y deambuló entre las sombras del sofá, del zapatero, de la mesa de la cocina y de la cortina de la ducha. Sentía la angustia arrebatándole el aliento, encogiendo su estómago y agrietando sus pulmones. Echó a correr hacia el baño, donde permaneció tirado en el suelo varios minutos después de vomitar.

    El gusto ácido no había desaparecido de su paladar cuando se encontró, bajo la enferma luz de los fluorescentes, revolviendo la montaña de libros, revistas y folios del escritorio. No consideraba aquello forma alguna de terapia o siquiera una forma simbólica de comenzar a reconstruir su vida. Simplemente, el desorden de esa sagrada superficie se añadía a la fuerza con que la angustia horadaba su ánimo. Puso a un lado los libros de filosofía, a otro los de ciencia ficción. Por otro lado iban los de poesía, los de ciencia, los de narrativa general y finalmente los documentos que de cuando en cuando le recordaban sus obligaciones académicas. Apiló los libros, guardó los documentos y ordenó las pilas de ejercicios resueltos, de apuntes y de folios repletos de la misma escritura caótica. Entre algunas hojas descarriadas del tercer tema de lógica y un panfleto comunista encontró un par de folios que apartó de todo el resto. Siguió ordenando los legajos hasta que solo quedaron sobre la mesa los dos folios.
    Los miró primero por encima, intentando discernir en qué montón tendría que introducirlos. Eran inclasificables. Tenían fórmulas utilizadas en varias asignaturas distintas, métodos y símbolos de materias diferentes. Pronto no le importó dónde guardarlos, se sentó ante ellos y escudriñó los trazos de tinta negra. Reconoció el ejercicio que se propuso a sí mismo, la inspiración que le movió a crearse un problema cada vez más complejo y grande. Le pareció un problema curioso; absurdo, pero curioso. Estirando sus brazos cansados, apagó la luz y volvió a acostarse sin preocuparse por guardar los dos únicos obstáculos al completo orden de su escritorio. Tan pronto como el pensamiento racional empezó a ceder espacio a las imágenes involuntarias y erráticas del fin de la conciencia, una pequeña idea brotó en su cabeza. Era, con todo, algo tan absurdo que le hizo sonreir, pero se le ocurrió que el problema se podía complicar un poco más si le añadía, o implementaba, algunos factores más de otras ramas de la física. Se acostó con la total seguridad de que ahora el problema era francamente irresoluble.
    Cuando, después de que los alaridos de los tenderos lo despertasen, mientras desayunaba en el salón, la sombra de la más irracional de las esperanzas le provocó un escalofrío.

Comentarios

  1. ... esto continúa, menos mal. Como siempre, muy expresivo. No puedo evitar construir una película en mi cabeza mientras te leo.

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Así que ya sabes, alza tu alarido:

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