Canto de Prometeo - III

    Como a través de la densa agua marina, el sonido se hundió en el abismo sin nombre de los sueños. Cuando volvió a sonar el despertador, no se arriesgó a cerrar los ojos de nuevo. A oscuras, se vistió y salió afuera. La tardía noche helada le azotó, con su humedad y su rocío gélido. Poco después, el café negro le quemó el esófago bajo las enfermizas luces fluorescentes y poco más tarde la tostada se alió con la bebida para comenzar un diabólico baile en sus entrañas que, de no ser por su somnolencia, le habría hecho retorcerse. Todo parecía que aquella mañana iba a ser un poco más genial que el resto. Cuando salió de la cafetería, la mañana asomaba por encima de la colina en que se asentaba el campus. El frío, igual que antes, parecía ahora menos intenso por la creciente luz. En el camino a la entrada de su bloque, revisó mentalmente todo lo que tendría que hacer ese día. Se había quedado sin leche. Pensaba que no merecía la pena salir exclusivamente para comprar leche, que se esperaría a que, por lo menos, se le gastara el arroz, cuando vio abrirse la puerta a apenas unos metros ante él.

    Clío.
    Se llamaba Clío. Apenas un saludo. Poco después, algún otro saludo. Y, algún día, sin saber cómo, ya habían hablado tanto que no podía recordar cuánto. Ella venía de lejos, de bastante lejos. Había venido para estudiar Historia, por la que había sentido pasión desde que tenía uso de razón. Su familia se distribuía a partes igualas entre su pequeña ciudad y una región apartada de Francia. Aprendió rápidamente, de ella, que le gustaba el café con leche y algo de azúcar, pues las visitas a diferentes cafés de la ciudad se hicieron maravillosamente comunes. Aprendió, de ella, que le gustaba el ron y no soportaba prácticamente ningún otro licor aparte del ocasional vodka, pues varias fueron las veces que volvieron a la residencia tambaleándose y tarareando himnos anarquistas o canciones infantiles. Aprendió, de ella, también, que conocía aún mejor la música clásica y sus autores o la profunda genuinidad de diferentes grupos clásicos del siglo pasado que el cáustico metal que acostumbraba escuchar cada día. Aprendió, de ella, que no tenía por favorita ninguna postura, pues tuvieron tiempo de probar infinidad de variantes en las frías noches invernales y sus cortas tardes. Aprendió, de ella, sus variadas y bien desarrolladas opiniones acerca del amor, del placer, del dolor, del odio, de la vida y de la muerte.
    Lo que no tuvo que aprender, fue el amarla.
    Todos los anteriores años, decía, parecían una antesala para aquel primer año de su nueva vida. Le parecía que todo lo que había aprendido era una preparación para aquella experiencia, que todo lo que había vivido era poco más que un prólogo para lo que había comenzado. Había estado vagando, explicaba, entre diferentes corrientes, entre diversas formas de ver la vida, de disfrutarla, de vestirse, de expresarse, de pensar. Pero tan pronto como hubo llegado allí, su personalidad pareció haber prendido como una mecha, haciendo que todas sus vivencias germinaran. También él sentía algo parecido, pero sentía también que su propia personalidad palidecía ante la completa complejidad y elegancia que emanaba de ella.
    Admiró, al principio, lo que de ella podía conocer. Tenía un cabello negro, fino pero fuerte, que caía lacio sobre su espalda y hombros, unos hombros erguidos, tan suaves como firmes. Tenía insinuadas pecas que rodeaban su nariz pequeña y angulosa y unos pómulos altos y elegantes. Su piel profundamente blanca no necesitaba el maquillaje que muchas otras góticas habrían necesitado, y las curvas de su cintura estrecha y pechos no necesitaban corsé para quitar el aliento. Era tan alta como él, tal vez algo más y una constitución proporcionada. Su belleza sólo tenía una imperfección en una profunda cicatriz a lo largo de su antebrazo izquierdo, en la impactante y torva expresión que la sacudía durante unos instantes cuando unos planes meticulosamente construidos se desbaratan y una marcada tendencia a encorvarse en sus momentos de reflexión. En su estilo de vestir mezclaba con ingenio toda la sensualidad y la sobriedad del goticismo más clásico con la comodidad de muchas prendas más comunes que lograban no desencajar en el conjunto dominado por faldas oscuras o de motivos escoceses, medias, corsés, chaquetas, jerseys y más ropa de la que su mente totalmente negada para el análisis de la ropa podía discernir.

Comentarios

  1. Oh, oh, oh, menamorao de la señorita que escribes.

    Eres bueno, nene! increíble descripción, sin duda.

    ^^

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  2. jaj

    En lo de los cánticos anarquistas y canciones infantiles de vuelta a la residencia me ha recordado bastante a mi, que me paso de cervezas y ya estoy canturreando xD


    Es precioso Rafa, me encantan las historias de hombres a los que se les aparecen mujeres que cambian radicalmente sus vidas.

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