Canto de Prometeo - VIII

  "El disco solar se alzó a lo lejos y ahuyentó las sombras proyectadas por la mole de roca. A la luz del amanecer pudo contemplar la majestad del yermo páramo que se extendía ante él, desde el abismo que caía a sus pies hasta el mismo horizonte. Había llegado, al fin, a los confines del Imperio. Más allá de ese punto no encontraría a nadie que pudiera ayudarle, ningún viajero, ningún campesino, ningún villano amable que le pudiera ofrecer morada, agua y comida. Desde el punto en que se encontraba hasta su lejano e incierto destino sólo llacía esa inconmensurable nada azotada por vientos templados y secos."


    -Un páramo...
    -Sí -dijo ella-. ¿Te gusta?
    -Claro que sí. ¿Qué viene después?
    -A ti te lo voy a decir -rió-. En realidad no quieres saberlo.
    -Supongo -comenzó él, después de seguir mirando el legajo un instante- que te refieres a una especie de viaje, un viaje ritual de exploración de sí mismo, de su subconsciente, en esa llanura desierta.
    -Supongo, supongo, supongo... Sal tú a andar allá afuera, cuarenta días, como Jesucristo. Cuando vuelvas me dices si los desiertos de rocas peladas y lagartos tiesos al sol te ayudan a reencontrarte o si son los misiles israelíes los que te encuentran a ti, con sus Torás y sus candelabros.
    -What the fuck? -repuso él con expresión extrañada.
    -Olvídalo.
    Rieron con ganas, se volvieron a abrazar como si se reencontraran de nuevo y salieron a tomar el aire, o a dar una vuelta, o a comprar algo, no lo tenían muy claro.
    -Si pudieras nacer en cualquier época, en cualquier lugar, ¿dónde lo harías?
    -Siempre he tenido muy clara esa pregunta, me lo he imaginado miles de veces -repuso  ella al instante- Nacería en el siglo de las luces, para contemplar la creación de la Enciclopedia, acudir al salón de madamme Geoffrin... El nacimiento de la razón y la forma de pensar de las personas de hoy en día. En fin, tantísimas cosas que han influido e influirán en todo lo que ahora somos. ¿Y tú, dónde y cuándo?
    -En los mismos lugares, a medio camino entre Francia, Alemania, Inglaterra... Pero más tarde. Sería en el siglo XIX, conocería el romanticismo y después el prerrafaelismo, el simbolismo. Vería con mis propios ojos a los poetas malditos, les vería discutir acerca de Baudelaire y sus flores...
    -Entiendo.
    Los dos se sumieron en un silencio cómodo, recreándose más en lo que el otro quería transmitir que en lo que habían dicho de sí mismos.

    Se veía a sí mismo frente a una laguna de bruma gris. En realidad no era él. Lo sabía porque todo lo que el sueño había dispuesto apuntaba a esa verdad. La niebla que, en girones, abrazaba y lamía los entresijos de las suaves rocas, las orillas de las cumbres de unas montañas de altura incierta. El caballero, el señor, el errante caminante que tenía delante no era él, pero tenía su cuerpo, que portaba con una figura elegante y reflexiva. Lentamente, el dinámico mar de niebla se fue retirando, dejando ver un rico valle dominado por la luz, por el fresco verdor de los primeros días de la primavera. Un sensible estremecimiento recorrió al hombre, que comenzó a girar la cabeza, como si hubiese notado la inefable existencia de su consciente. Antes de despertar, creyó haber visto en su rostro una sonrisa sincera y unos ojos de mirada cálida.
    Fuera, brillaba el sol. Dentro, brillaba el húmedo calor y sensaciones de suavidad.
    La abrazó mientras bostezaba exageradamente y estiraba las piernas, intentando liberarlas del despojo en que se había convertido la sábana. Un par de gemidos y balbuceos le indicaron que pronto se despertaría. Volvió a enredar sus largas y esbeltas piernas con las suyas propias y hundió su cara en la oscuridad de su melena. Se sintió extasiado por el olor de su pelo, por la suavidad de su piel, por la desnudez de sus curvas... Todo, absolutamente todo, era perfecto. Más que perfecto, si cabía. En la penumbra, ella le susurró algo. Él le respondió y siguieron así, sin apenas moverse y sin percepción alguna del tiempo. Hasta que él la separó de su calor y, cogiéndola suavemente por los hombros, la miró de arriba abajo bajo la tenue luz que penetraba la cortina; primero la simetría de su rostro, la expresión de sus ojos almendrados, la dureza de su nariz, la textura de sus labios, los ángulos de su mandíbula, la firmeza de sus pechos y la delineada armonía de su cintura, su cadera y sus muslos. Ella le cogió de los lados de la cabeza y le dio un fuerte, prolongado beso. Hundió su lengua en su boca, tanteando la suya, mordió sus labios con fiereza, haciéndolos sangrar, le abrazó la espalda con fuerza y lo puso boca arriba, bajo la presa de sus piernas fibrosas y sus largos brazos. Cuando tuvo la total certeza de que cualquier mortal en muchas habitaciones a la redonda lo habría escuchado todo, cuando se creyó que se desmayaría por puro cansancio, el orgasmo compartido llegó tan pronto como se lo propuso. Agotada, con apenas fuerzas para reír, cayó sobre él y sobre un sueño profundo.

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